18 octubre 2006

El tren de la vida

por Leonardo Boff / Servicios Koinonia

Dejemos los escenarios sombríos sobre el futuro del Planeta y pasemos a historias que hablan del destino final de la vida.

Un tren corre veloz hacia su destino. Corta los campos como una flecha. Atraviesa las montañas. Pasa los ríos. Se desliza como un hilo en movimiento.

Dentro de él se despliega todo el drama humano. Gente de todo tipo. Gente que conversa. Gente que calla. Gente que trabaja en su ordenador. Gente de negocios, preocupada. Gente que contempla serenamente el paisaje. Gente que ha cometido crímenes. Gente que es buena gente. Gente que piensa mal de todo el mundo. Gente solar que se alegra con el mínimo de luz que encuentra en cada persona. Gente a la que le encanta viajar en tren. Gente que por razones ecológicas está contra el tren. Gente que se equivocó de tren. Gente que no se cuestiona; sabe que está en su rumbo y a qué hora llega a su ciudad. Gente ansiosa que corre a los primeros vagones con el afán de llegar antes que los demás. Gente estresada que quiere retrasar la llegada todo lo posible y se va a los últimos vagones. Y, absurdamente, gente que pretende huir del tren andando en dirección opuesta a la que lleva el tren.

Y el tren impasible sigue hacia su destino, trazado por los raíles. Lleva a todos despreocupadaamente. No rechaza a nadie. Sirve a todos y a todos proporciona un viaje que puede ser espléndido y feliz, garantizando dejar a cada cual en el punto de destino establecido en su ruta.

En este tren, como en la vida, todos viajamos gratuitamente. Una vez en movimiento, no hay como escapar, bajar o salir. Uno puede enfurecerse o alegrarse; no por ello el tren deja de correr hacia el destino prefijado y llevar a todos cortesmente.

La gracia de Dios —su misericordia, su bondad y su amor— es así, como un tren. El destino del viaje es Dios. El camino también es Dios, porque el camino no es otra cosa que el destino realizándose paso a paso, metro a metro.

La gracia carga a todos, a los que están a favor y a los están en contra. Negándolo, el tren no se modifica. Tampoco la gracia de Dios. Sólo el ser humano se modifica. Puede estropear su viaje, pero no puede dejar de estar dentro del tren.

Acoger el tren, hacerse amigo y compartir con los compañeros de destino es ya anticipar la fiesta de llegada. Viajar ya es estar llegando a casa. La gracia es «la gloria en el exilio, la gloria es la gracia en la propia tierra» como decían los antiguos teólogos.

Rechazar el tren, correr ilusoriamente en dirección contraria, no sirve para nada. El tren carga y lleva también a estos rebeldes con toda paciencia, porque Dios se da indistintamente a buenos y a malos, a justos y a injustos.

La vida, como la gracia, es generosa para con todos. De vez en cuando nos hace darnos cuenta de la realidad. En ese momento —y existe siempre el momento propicio para cada persona humana— el recalcitrante se da cuenta de que es llevado gentil y gratuitamente. De nada sirve su resistencia y su rechazo. Lo más razonable es escuchar la llamada de su naturaleza y dejarse seducir por la oportunidad de un viaje feliz.

Entonces se deshace el infierno interior e irrumpe gloriosamente el cielo, el rostro humanitario de Dios. Descubre la gratuidad del tren, de todas las cosas y la presencia de Dios. Hay un destino bueno para todos; para cada cual a su medida.

Y tú, lector y lectora, ¿cómo viajas?

24 de febrero de 2006

Oración al Dios No Conocido

Antes de continuar en mi camino
y lanzar mi vista al frente una vez más,
elevo, solo, mis manos a Tí en dirección de quién huyo.
A Tí, de las profundidades de mi corazón,
he dedicado altares festivos para que,
en cada momento, tu voz me pudiera llamar.
Sobre esos altares están grabadas a fuego estas palabras:
"Al Dios No Conocido"
Tuyo, soy yo, aunque al presente me encuentre asociado a los sacrílegos.
Tuyo, soy yo, no obstante los lazos que me empujan al abismo.
Aunque quiera huir, me siento forzado a servirte.
Yo quiero conocerte, desconocido.
Tú, que me penetras el alma y, cual torbellino, invades mi vida.
Tú, el incomprensible, pero mi prójimo,
quiero conocerte, quiero servirte sólo a Tí.

Friedrich Nietzsche
(Traducido del alemán por Leonardo Boff)

17 octubre 2006

Paráfrasis

Cada tarde al regresar de sus labores en el campo, este hombre se aseaba, se perfumaba y se ponía sus ropas "de salir". El ritual se repetía cada tarde. Caminaba por la cocina de su rancho, esperanzado, arrastraba la silla hasta la vereda y se sentaba. Mientras su mirada se perdía en el polvoriento camino que llevaba al pueblo, permanecía, esperando.

Era tal su determinación en quedarse allí, que muchas veces no cenaba, se conformaba con un par de mates que su hijo mayor le alcanzaba, de vez en cuando. Recién entrada la oscuridad de la noche, el triste hombre cabizbajo y agotado, se iba a dormir esperando el nuevo día que le devolvería renovada su esperanza.

Muchos lo tenían por una persona singular, un demente. Lo habían visto hablar a solas, como si intentara comunicarse con alguien ausente. En voz baja confesaba sus sueños, contaba largas historias y sonreía. Cada vez con mayor frecuencia sus ojos se ponían vidriosos, dejando escapar alguna lágrima.

Pasaron días, meses completos, su cabeza se llenó de canas y la crudeza del invierno no pudo vencer su fortaleza. Muchos se compadecían de él y algunos, sólo los más cercanos, sabían que el hombre sufría, profundamente, por la ausencia de uno de sus hijos.

Su hijo, el menor. El que se había ido del rancho llevándose el caballo más costoso, jóven y fuerte. El que, sin consideración por su padre, había pedido su parte de los bienes de la familia. El que, a pesar del trato amoroso recibido desde pequeño, había salido huyendo lejos, muy lejos, más allá del pueblo... a la ciudad.

Allí estaba la causa, el desvelo, la razón de la mirada triste de ese padre paciente, constante, que aún en medio de las inclemencias del tiempo esperaba ansioso el reencuentro con su hijo.

Cuando todo parecía perdido, cuando todos opinaban que la espera ya era una ridícula pérdida de tiempo y de dignidad, las voces que decían "ese necio, ya no vuelve!" debieron acallarse . Finalmente sucedió.

Una tarde, a inicio de la primavera, allá lejos por el camino de tierra, el padre divisó una figura tambaleante. Su corazón, de repente, latió de tal forma que sentía que el pecho se le iba a abrir de par en par. Supo, sin ninguna duda, que era su hijo, el esperado. Y comenzó a correr a su encuentro.

Corrió con tanto vigor y desesperación que perdió su boina por el camino, sin darse cuenta. Su blanca cabellera ahora relucía bajo los últimos rayos de sol de la tarde. Las lágrimas que brotaban a raudal dejaron borrosa su visión y le impidieron ver cuán sucio, harapiento y desnutrido se encontraba su hijo. Sus alpargatas limpias se encontraron frente a los pies descalzos del muchacho. Lo único que importaba era que él estaba de regreso, en casa.

Ambos, fundidos en un abrazo, lloraron ante la mirada conmovida de los paisanos y paisanas que se acercaron para la ocasión.

Finalmente, y después de muchos días de tristeza, el campo estalló en fiesta.