15 mayo 2007

Esas cosas que tiene la vida

El sábado recibí un correo de Pablo, un amigo de Uruguay con quien compartimos la fe y el déficit de una enzima hepática llamada “Alfa 1 antitripsina”. Contaba que estaba nervioso pues le habían avisado de un posible donante. Finalmente su tan esperado y necesario transplante de pulmón parecía ser inminente.

Al siguiente día recordamos a Pablo, mi hermano valdense, durante las oraciones en la iglesia luterana. Durante la tarde hablé por teléfono con su hija quien me comentó sobre la cirugía en donde su papá había recibido “nuevos pulmones” el día anterior, y también que se encontraba estable a pesar de algunas complicaciones propias de una intervención tan importante.

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En la madrugada del martes leía la maravillosa poesía existencialista del Eclesiastés, recordando la antigua tradición litúrgica de la imposición de cenizas con la frase: “Recuerda que eres polvo, y al polvo volverás”.

Me encontraba en la sala de espera de emergencias de un hospital, aguardando la derivación de mi suegro hacia otro centro de salud. Había sufrido un desmayo con pérdida del conocimiento en su casa y gracias al aviso de los vecinos, que lo vieron desvanecido, pudimos llegar nosotros y también la ambulancia.

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Al volver hoy en la tarde del hospital, y ya habiendo dejando a mi suegro compensado y lúcido, revisé mis correos antes de irme a descansar.

Un breve mensaje de otro amigo, portugués y también “alfa”, nos comunicaba que Pablo había fallecido en la noche del lunes de un paro cardiorrespiratorio durante su postoperatorio en Buenos Aires. Pensé en su hija, que estaba tan animada cuando hablamos por teléfono; y también en la tristeza que la noticia me provocó.

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Los tiempos de morir, de llorar y de perder, están más cerca de lo que podemos imaginar. Y por eso nos conmocionan, nos golpean cuando suceden y nos dejan sin palabras; sin la posibilidad de una reacción ensayada de antemano.

Quisiera que mi fe, siempre un proyecto en construcción, tenga espacio suficiente para sobrellevar y acompañar a otros: más en las tristezas que en las alegrías; más en el sufrimiento que en alivio; más en el quebranto que en la satisfacción. Por si no nos hemos dado cuenta aún, nuestra experiencia vital está colmada más de despojo que de restauración.

Así, el Dios en el que creo y al que sirvo está presente en el muere, en el que llora y en el que pierde. Ya su presencia no está asociada al milagro, mero apéndice de su irrupción extra-ordinaria en la historia, tanto como a su propia criatura, imagen y semejanza de su Creador.


Por Pablo, que supo luchar hasta el final.

03 mayo 2007

Historias que marcaron mi historia I

Sucedió en un pueblito de México, una noche de abril hace algunos años. Hacía pocos días había salido de Brasil (mi otra "casa") para ayudar en la clase de computación en un curso orientado a hablantes de lenguas nativas en Oaxaca. ¡Por fin!, el momento deseado había llegado. Estaba lleno de expectativas por trabajar entre indígenas.

De ese tiempo el recuerdo más lindo, sin ninguna duda, es el del reencuentro con Lory. Nos habíamos conocido en Buenos Aires un año antes y luego nos seguimos escribiendo por correo electrónico (mientras yo disfrutaba el verano de Brasilia y ella padecía el invierno de Moscú). Trabajar juntos en aquel curso afianzó nuestra amistad y anticipó nuestro noviazgo que, en poquitos meses, se transformaría en matrimonio. Vivíamos nuestras vidas, como misioneros, entre un sitio y otro; así, una relación "transcontinental" no hubiera sido ni sabia ni duradera. Llenos de felicidad nos casamos y seguimos viajando, juntos. Pero esa ya es otra historia...

Sigo. En el curso tuvimos líderes de distintas edades que habían llegado de varias comunidades de todo el país. Aquel año hubo mujeres y hombres zapotecos, mixtecos, náhuatl, otomíes y mixes. La mayoría eran traductores o asistentes en el proceso de la traducción de la Biblia al idioma de sus pueblos, y eran tanto evangélicos como católicos. También ese año comenzaban a llegar maestros bilingües, profesores indígenas de escuelas primarias, que buscaban una mayor preparación.

El curso era muy intensivo, por lo que compartíamos todos los días e incluso los fines de semana, que aprovechábamos para irnos de excursión. Mi tarea era la de enseñarles a utilizar la computadora, desde encenderla y apagarla hasta producir materiales como textos, gacetillas y cuentos en sus idiomas. Como estábamos alojados en distintas habitaciones del mismo centro aprovechábamos las noches para irnos a comer tacos, o el sonido de una guitarra nos reunía espontáneamente. Descubrí en ese viaje el talento para la música, y la resistencia para el canto, de mis hermanos indígenas mexicanos. Sin importar lo fuerte de la jornada, ¡podían pasar horas haciendo música!

Una de esas noches, y en sintonía con la cultura de todos los pueblos representados allí, nos reunimos a "hablar nuestros temas"; las mujeres en la cocina del apartamento de Lory, y los varones en el apartamento de uno de los estudiantes. Es entonces donde hombres y mujeres, por separado, cuentan detalles de su vida, de su pueblo, exponen el corazón y hacen amigos.

Recuerdo que llego, invitado por los estudiantes, a la reunión de hombres y lanzo mi primera pregunta: "¿y qué opinan ustedes del Subcomandante Marcos?" De repente, un silencio sepulcral. Las miradas se cruzan y yo me pongo rojo como un tomate. – ¿Habré "metido la pata"? – pensé. Pasa el tiempo y uno de ellos, tímidamente, me confiesa: "No, es que los misioneros nos han dicho que aquí no podemos hablar de política" Claro, me estaba hablando de los otros misioneros, los altos, rubios y de ojos claros. Y yo aclaro, varias veces, que vengo del sur, que también soy misionero y que mi piel y mi rostro es así porque también soy indígena, y que conmigo pueden hablar de lo que quieran y en confianza. Sólo cinco minutos después estábamos todos en una apasionada discusión entre pro zapatistas y anti zapatistas, a puertas cerradas.

Uno de ellos, a quien voy a llamar por el seudónimo de Omar, escuchaba y participaba con dificultad de la charla. En aquel entonces él tendría una 50 años, quizá ¿menos? (la vida dura en los campos de café y de maíz hace que la piel engañe al documento). Debido a su voz nasal, su hablar entrecortado, y esos momentos en que Omar parecía estar "en la luna" – con la mirada perdida, sin gesticular y desconectado del mundo – era el blanco de algunas bromas por parte de sus compañeros. Yo conocía otras dificultades que él tenía frente a la computadora, pues varias veces nos habíamos quedado fuera del horario de clases a practicar una y otra vez los pasos básicos, sin importar que al siguiente día Omar parecía haberlo olvidado casi todo.

Como suele ocurrir, la charla que inicialmente era de política derivó en confesión de algunos dolores una vez que todos nos sentimos en confianza. Omar comenzó a hablar y nos pidió que le tengamos paciencia, que nos iba a contar el por qué de sus dificultades verbales y de atención. Desde su conversión, hacía ya varios años, había colaborado en la traducción bíblica y trabajaba con una lingüista en la traducción del Nuevo Testamento a su lengua. Inicialmente había enseñado su idioma a la misionera y luego había comenzado a participar en el proceso de corrección de los textos que se iban traduciendo. Enfrentaba mucha oposición en su pueblo debido a que, usualmente, se acusa a los nativos que colaboran en la traducción de la Biblia de "vender" su idioma; además de la negativa de cualquier presencia evangélica entre ellos. A mí esto siempre me llamó la atención pues, una vez que el Nuevo Testamento está impreso en el idioma y mientras las minorías evangélicas siguen discutiendo sobre quien es dueño del “monopolio” de la verdadera denominación, los católicos suelen ser los primeros en utilizar la traducción evangélica en la liturgia.

Un día, al salir Omar de la casa de la lingüista y mientras regresaba a su casa por un camino solitario y polvoriento, unos hombres le prepararon una emboscada. Eran unos sujetos que lo conocían y tenían un propósito muy claro: que desistiera de la traducción y de ser “evangelista”. Entre lágrimas, Omar nos contó que lo golpearon, abusaron de él y lo dejaron desnudo e inconsciente tirado en una zanja. Pasó toda la noche allí hasta que su esposa, con la luz del día y desesperada por su ausencia, lo encontró.

Las heridas que sufrió le dejaron cicatrices por fuera y por dentro. Huesos rotos, pérdida de dientes y otros traumatismos; entre ellos la pérdida de la visión de un ojo a causa de las patadas que había recibido. Todos los que escuchamos a Omar estábamos conmovidos. Nos contó que, además de sus evidentes problemas de dicción, desde aquel atentado también tenía dificultad para dormir y recurrentes síntomas de algo que los psicólogos llaman "ataques de pánico".

Su historia no termina con la tragedia, a pesar de todo lo sucedido él continuó involucrado en la traducción de la Biblia; incluso cuando yo lo conocí estaba muy entusiasmado por el trabajo que aún quedaba por realizar. Naturalmente la pregunta surgió con sinceridad y con preocupación de quienes lo estábamos escuchando: "Omar, ¿y no consideraste dejar todo y proteger tu vida?". Él, con una sonrisa en el rostro (ese gesto que se dibuja en la cara de quien ha vivido mucho, como quien está “de vuelta") respondió: – "Yo conozco al Señor, y se que servirle tiene un precio. Si el precio es mi vida, lo pago con gusto" –.

Al recordar el valor y la espiritualidad de este buen hombre, cuya educación formal apenas alcanzaba la escuela primaria, me viene la nostalgia de esas noches de charlas con mis hermanos indígenas. La historia de Omar sirve de parábola para abrir los ojos al sufrimiento y reconocer la tenacidad de los pueblos nativos Latinoamericanos que, a diferencia de los libros de historia, sí existen hoy, y luchan y trabajan por un futuro mejor.

Cuando hablamos con Lory de nuestros alumnos, Omar es uno de los primeros que nombramos con el deseo de algún día verle nuevamente. Su historia marcó mi historia, y hoy lo recuerdo con gran admiración.