17 octubre 2006

Paráfrasis

Cada tarde al regresar de sus labores en el campo, este hombre se aseaba, se perfumaba y se ponía sus ropas "de salir". El ritual se repetía cada tarde. Caminaba por la cocina de su rancho, esperanzado, arrastraba la silla hasta la vereda y se sentaba. Mientras su mirada se perdía en el polvoriento camino que llevaba al pueblo, permanecía, esperando.

Era tal su determinación en quedarse allí, que muchas veces no cenaba, se conformaba con un par de mates que su hijo mayor le alcanzaba, de vez en cuando. Recién entrada la oscuridad de la noche, el triste hombre cabizbajo y agotado, se iba a dormir esperando el nuevo día que le devolvería renovada su esperanza.

Muchos lo tenían por una persona singular, un demente. Lo habían visto hablar a solas, como si intentara comunicarse con alguien ausente. En voz baja confesaba sus sueños, contaba largas historias y sonreía. Cada vez con mayor frecuencia sus ojos se ponían vidriosos, dejando escapar alguna lágrima.

Pasaron días, meses completos, su cabeza se llenó de canas y la crudeza del invierno no pudo vencer su fortaleza. Muchos se compadecían de él y algunos, sólo los más cercanos, sabían que el hombre sufría, profundamente, por la ausencia de uno de sus hijos.

Su hijo, el menor. El que se había ido del rancho llevándose el caballo más costoso, jóven y fuerte. El que, sin consideración por su padre, había pedido su parte de los bienes de la familia. El que, a pesar del trato amoroso recibido desde pequeño, había salido huyendo lejos, muy lejos, más allá del pueblo... a la ciudad.

Allí estaba la causa, el desvelo, la razón de la mirada triste de ese padre paciente, constante, que aún en medio de las inclemencias del tiempo esperaba ansioso el reencuentro con su hijo.

Cuando todo parecía perdido, cuando todos opinaban que la espera ya era una ridícula pérdida de tiempo y de dignidad, las voces que decían "ese necio, ya no vuelve!" debieron acallarse . Finalmente sucedió.

Una tarde, a inicio de la primavera, allá lejos por el camino de tierra, el padre divisó una figura tambaleante. Su corazón, de repente, latió de tal forma que sentía que el pecho se le iba a abrir de par en par. Supo, sin ninguna duda, que era su hijo, el esperado. Y comenzó a correr a su encuentro.

Corrió con tanto vigor y desesperación que perdió su boina por el camino, sin darse cuenta. Su blanca cabellera ahora relucía bajo los últimos rayos de sol de la tarde. Las lágrimas que brotaban a raudal dejaron borrosa su visión y le impidieron ver cuán sucio, harapiento y desnutrido se encontraba su hijo. Sus alpargatas limpias se encontraron frente a los pies descalzos del muchacho. Lo único que importaba era que él estaba de regreso, en casa.

Ambos, fundidos en un abrazo, lloraron ante la mirada conmovida de los paisanos y paisanas que se acercaron para la ocasión.

Finalmente, y después de muchos días de tristeza, el campo estalló en fiesta.

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