El tren de la vida
por Leonardo Boff / Servicios Koinonia
Dejemos los escenarios sombríos sobre el futuro del Planeta y pasemos a historias que hablan del destino final de la vida.
Un tren corre veloz hacia su destino. Corta los campos como una flecha. Atraviesa las montañas. Pasa los ríos. Se desliza como un hilo en movimiento.
Dentro de él se despliega todo el drama humano. Gente de todo tipo. Gente que conversa. Gente que calla. Gente que trabaja en su ordenador. Gente de negocios, preocupada. Gente que contempla serenamente el paisaje. Gente que ha cometido crímenes. Gente que es buena gente. Gente que piensa mal de todo el mundo. Gente solar que se alegra con el mínimo de luz que encuentra en cada persona. Gente a la que le encanta viajar en tren. Gente que por razones ecológicas está contra el tren. Gente que se equivocó de tren. Gente que no se cuestiona; sabe que está en su rumbo y a qué hora llega a su ciudad. Gente ansiosa que corre a los primeros vagones con el afán de llegar antes que los demás. Gente estresada que quiere retrasar la llegada todo lo posible y se va a los últimos vagones. Y, absurdamente, gente que pretende huir del tren andando en dirección opuesta a la que lleva el tren.
Y el tren impasible sigue hacia su destino, trazado por los raíles. Lleva a todos despreocupadaamente. No rechaza a nadie. Sirve a todos y a todos proporciona un viaje que puede ser espléndido y feliz, garantizando dejar a cada cual en el punto de destino establecido en su ruta.
En este tren, como en la vida, todos viajamos gratuitamente. Una vez en movimiento, no hay como escapar, bajar o salir. Uno puede enfurecerse o alegrarse; no por ello el tren deja de correr hacia el destino prefijado y llevar a todos cortesmente.
La gracia de Dios —su misericordia, su bondad y su amor— es así, como un tren. El destino del viaje es Dios. El camino también es Dios, porque el camino no es otra cosa que el destino realizándose paso a paso, metro a metro.
La gracia carga a todos, a los que están a favor y a los están en contra. Negándolo, el tren no se modifica. Tampoco la gracia de Dios. Sólo el ser humano se modifica. Puede estropear su viaje, pero no puede dejar de estar dentro del tren.
Acoger el tren, hacerse amigo y compartir con los compañeros de destino es ya anticipar la fiesta de llegada. Viajar ya es estar llegando a casa. La gracia es «la gloria en el exilio, la gloria es la gracia en la propia tierra» como decían los antiguos teólogos.
Rechazar el tren, correr ilusoriamente en dirección contraria, no sirve para nada. El tren carga y lleva también a estos rebeldes con toda paciencia, porque Dios se da indistintamente a buenos y a malos, a justos y a injustos.
La vida, como la gracia, es generosa para con todos. De vez en cuando nos hace darnos cuenta de la realidad. En ese momento —y existe siempre el momento propicio para cada persona humana— el recalcitrante se da cuenta de que es llevado gentil y gratuitamente. De nada sirve su resistencia y su rechazo. Lo más razonable es escuchar la llamada de su naturaleza y dejarse seducir por la oportunidad de un viaje feliz.
Entonces se deshace el infierno interior e irrumpe gloriosamente el cielo, el rostro humanitario de Dios. Descubre la gratuidad del tren, de todas las cosas y la presencia de Dios. Hay un destino bueno para todos; para cada cual a su medida.
Y tú, lector y lectora, ¿cómo viajas?
24 de febrero de 2006

Jesús prometió a los perseguidos por causa de la justicia una gran recompensa en los cielos. No puedo esperar tal galardón. Mi vocación profética es simbólica, con poca densidad. Siempre encontré más fácil criticar que involucrarme. Me olvido que el movimiento desencadenado por Rosa Parks contra las leyes racistas del sur de Estados Unidos sólo progresó porque Martin Luther King no tuvo miedo de marchar por las calles de Alabama. El apartheid de Sudáfrica sólo fue desmantelado porque el obispo anglicano Desmond Tutu resolvió transformar sus sermones en acción política y el metodista Nelson Mandela pasó 30 años en la cárcel.

Gracias Edison y Silvia, desde Ecuador!
Un día, mientras era pequeño, un hombre llamó a la puerta de mi casa a la hora del almuerzo mendigando un poco de pan.

El día de los Santos Inocentes fue fijado en el calendario cristiano en recordación de la matanza de los niños de Belén, ordenada por Herodes, al enterarse del nacimiento de quien sería el Mesías. José recibe en sueños un aviso y huye con Jesús y María, pero los otros niños de la aldea son asesinados. Saramago, en El Evangelio de Jesucristo hace de este momento un eje de su novela. El episodio original es narrado en el Evangelio de Mateo, que toma esta cita de Jeremías como su motivo.












